En estos días se puede observar
sobre todo en las redes sociales, y también escuchar en algunos medios de
comunicación, una nueva campaña política que ha surgido para promocionar la
asamblea constituyente. Algunos abogados y juristas de innegable prestigio, y
preparación, la exponen casi como una salida ideal, casi como si aquí
tuviésemos república, instituciones, democracia, incluso olvidando lo que fue
nuestra última malhadada experiencia al respecto.
Un partido en particular, Voluntad Popular, la ha convertido
en su propuesta principal, y ha activado en el país una campaña para promover
el “Poder Constituyente”, como un “cambio urgente, profundo e incluyente,
que promueva un nuevo pacto social y el reencuentro entre los venezolanos…”,
bonitas palabras sin duda, que hacen pensar que para esta agrupación, la
asamblea nacional constituyente debería ser el eje de la gran estrategia
opositora.
De verdad lo lamento por Voluntad Popular, organización que
cuando promovió “La Salida” a principios de año, estaba impulsando con máximo
acierto la reactivación democrática de la ciudadanía mediante asambleas
públicas, o sea, estaba promoviendo el renacimiento de la política desde la
matriz donde siempre debería gestarse: la sociedad civil, y en el escenario
ideal: la calle.
Lástima, porque “La Salida” parecía justamente, la salida
del callejón exclusivamente electoral, de ese callejón mediático,
mercadotécnico y demoscópico donde medra entre comandos de campaña y “búnkeres”,
una clase política secuestrada por cogollos sempiternos e intocables, servida
por una corte tecnocrática de asesores de mercadeo, electorales, “encuestólogos”,
y los ya infaltables “barriólogos” (una burbuja blindada donde todos son inamovibles
e insustituibles, un conjunto que es la definición viviente de la verdadera
antipolítica, de los verdaderos laboratorios).
“La Salida” tuvo la virtud de reconectar a la gente con
cierto liderazgo político que parecía haber comprendido que, luego de la última
decepción electoral, había que hacer algo en el plano del activismo político
más allá de la pobrísima estrategia de pedir paciencia y esperar el “tiempo
perfecto de Dios” hasta unas próximas elecciones, que llegarían luego de un
período de dos años, prácticamente una travesía en el desierto, más aún en
medio de un descontento creciente que ya comenzaba a prospectarse como
indetenible y de preocupante pronóstico.
Pero por alguna razón y a pesar de todo lo que estamos
viviendo, especialmente a partir del mes de febrero, precisamente con
acontecimientos en donde “La Salida” tuvo un rol sobresaliente en lograr esa
ruptura de la inercia y de la anomia ciudadana, hete aquí que uno de sus
principales adalides, vuelve sobre sus pasos y se reconecta con la vía
electoral como eje central de su activismo, una maniobra a contrapelo de todo
lo que se había logrado, el anticlímax para una ciudadanía que más bien pedía
más participación y presencia en el espacio público, que después de tanto
tiempo parecía poder ser recuperado.
Voluntad Popular al proponer la constituyente, además se
reconecta fatalmente con otro doloroso precedente de derrota máxima, casi
humillante, como lo fue el proceso constituyente de 1999, una paliza política
que también se gestó a partir de una aplastante derrota electoral ¡vaya modo de
enfriar los ánimos!
Es como si a Obama se le volaran los tapones, y propusiera que
hay que volver a Vietnam e internarse de nuevo en la jungla, porque ahora la
cosa ha cambiado y sus estrategas le dicen que esta vez habrá menos Viet Cong,
no estará Giap, y en la ruta Ho Chi Minh han visto letreros de Coca Cola…
Solo para refrescar lo que fue nuestro Vietnam constituyente
del 99, habría que recordar que la asamblea que resultó elegida en la ocasión
fue tan democrática y representativa que, a pesar de que la oposición aportó el
77% de los candidatos, y por ellos votó un tercio del electorado, ésta sólo
obtuvo el 5% de los puestos, o sea ¡6 representantes de 131!, algo que debería constituir
una marca mundial, posiblemente histórica, de incongruencia representativa.
Por cierto, y en vista de ese antecedente tan entusiasmante,
no estaría de más que en las promociones de esta nueva constituyente, nos
explicarán de una vez como evitaremos que con este Consejo Nacional Electoral (CNE)
que nadie garantiza más imparcial que el de 1999 (¿alguien se atreve a afirmar
eso?) vayamos a obtener un resultado muy distinto, y no vengan con eso de que
lo resolveremos mediante la elección de un “nuevo árbitro” en la próxima
asamblea nacional, cuando precisamente en los pasados comicios legislativos,
nuestro excelso árbitro dio muestras de haber refinado su habilidad para lo
equitativo, para lo justo, para lo ecuánime, al manipular la conformación de
los circuitos electorales gracias a lo cual, a la oposición que obtuvo más del
50% de la votación, sólo le asignaron el 40% de los escaños.
En realidad la explicación que deberían dar, si de verdad se
quisiese obrar sin tratarnos como imbéciles, estaría en responder a lo
siguiente: ¿cómo es posible que en las actuales circunstancias de mengua
absoluta del imperio de la ley, en donde leyes fundamentales, comenzando por la
mismísima constitución, han sido violadas descarada y sistemáticamente, como es
posible que sin separación de poderes y sin instituciones dignas de tal nombre,
en otras palabras, en circunstancias de cese de facto de la república, el CNE
sin embargo conserva, no se sabe por cual razón científica (¿o sobrenatural?)
su aureola de organismo confiable, cuando el autoritarismo que nos oprime con
un régimen que hace rato dejó de ser democrático, depende de él para prolongar
su estadía en el poder, o sea, su impunidad?
Desde luego, esta oposición que funda todas sus esperanzas
de conquista del poder en la vía electoral ¿qué otra cosa puede decir? si ella
misma se metió en ese callejón: no puede desdecirse, pero no porque su
debilidad extrema la confina, sino porque es oposición oficial de un estado
rentista, oposición tanto o más populista que el régimen del que se considera
alternativa, en otras palabras, es una oposición comensalista, dicho de otro
modo, aspira al reparto. (Y a mantenerlo y prolongarlo, de llegar
hipotéticamente a hacerse con el poder).
Bueno, las explicaciones ya no sé si uno debería insistir
tanto en pedirlas, después de las no menos de tres, que dio nuestro “líder
máximo” Henrique Capriles, primero para denunciar fraude el mismo 14 de abril
de 2013, para luego recular tres días después, y por último, en los días del
diálogo inolvidable, y sin que se le cayera la cara de la vergüenza, reconocer
la legitimidad de Nicolás Maduro.
Mejor no expliquen nada.
Pero lo peor de lo que ocurrió en el 99, fue esa farsa de
deliberación en una asamblea que a pesar de la buena impresión inicial que hizo
tanto en tirios como en troyanos, sus actos finales terminaron en tono fúnebre,
al mostrarse inexorablemente controlada por una voluntad única, que astutamente
dejó que hubiera discusión -incluso discusión plural- las primeras semanas,
para luego arrasar con su aplanadora en las sesiones conclusivas.
Al final de esta triste historia, que uno de verdad no
quisiera tener que recordar, la constitución sólo contó con la aprobación del
72% de una participación que no llegó a su vez al 45%, en otras palabras,
nuestra “carta magna” no fue tan magnamente consagrada por el pueblo, al ser
esmirriadamente aprobada por poco menos de un tercio de la población electoral.
De hecho, tras un parto tan poco halagüeño, a esa neonata de
tan poco peso, alumbrada a los trompicones, en trabajo forzado por culpa de una
tragedia natural espantosa, su padre muy acertadamente la bautizó como “la
bicha”. [1]
Volvamos al presente.
Si de verdad queremos volver al presente, y afrontarlo en el
campo de la realidad, lo más importante de todo lo que se debe recalcar con
respecto a este tema, es algo que debería resultar más que obvio: y es que una
constitución debe hacerse y debe nacer, en libertad. No puede deliberarse bajo
amenaza, no puede nacer bajo la opresión, menos aún en un país ominosamente
dominado por intereses extranjeros. Porque es importante que su gestación se
haga en un ambiente plural, su “ADN” ha de ser el más variado, el producto de
muchos aportes todos hechos sin miedo y sin coacción, sin el chantaje de un
ambiente crispado por la polarización y la disolución recíproca de las
esperanzas, sin poderes subterráneos, sin factores ocultos actuando en la
sombra, pugnando con mayor o menor sigilo por mantener sus prerrogativas, sus
privilegios, la impunidad.
Es por esta razón que una asamblea constituyente debería
darse siempre dentro de un indispensable período de libre deliberación
nacional, un período cívicamente estelar en donde la sociedad civil en rol
verdaderamente protagónico, podría hacer sus planteamientos más sentidos,
debatir, tomar decisiones y promover sus aspiraciones (y aspirantes) sin
interferencias electoralistas por parte de la clase política, y otros factores.
Además, durante este período y aprovechando el clima
deliberativo, imperativamente se debería redactar y aprobar mediante la más
amplia consulta nacional, un estatuto electoral irreprochable, un estatuto ad
hoc, que obligue a un nuevo registro electoral, que obligue a que el mismo se
haga contra un nuevo registro civil, un registro real, profundamente revisado y
depurado de las casi infinitas distorsiones a las que ha sido sometido, un
estatuto con circunscripciones justas, con disposiciones que garanticen una
representación ciudadana abierta, ni corporativa ni politizada, en fin, un
estatuto electoral constituyente, que preanuncie una verdadera rectificación y
el renacer y la refundación de la república democrática, y no el horror ahíto
de trampas incalificables, que hemos permitido que nos apliquen en cada
elección.
¿Se podría lograr algo así en las actuales circunstancias?
Si de verdad se piensa utilizar el proceso constituyente
como instrumento (legítimo) para acceder al poder, entonces debe mostrarse todo
el diseño, el proyecto, y aunque nadie pudiese rebatir desde lo estrictamente
constitucional ese recorrido, algo así como el propio “espíritu de la
constitución” debería poder objetar que su reemplazo por una nueva, no debería
mediatizarse como eventual instrumento para acceder al poder, mediante una
especie de “revolución institucional” donde lo constituyente se convierte, en
lo “destituyente”.
Más que todo porque no habría en realidad nada de novedoso,
en obrar de esta forma, comenzando por nuestra tradición histórica de
constituciones hechas desde y para el poder, donde todo nos indica una vez más
que eso de que la constitución “sirve para todo” ha sido lo usual, casi que la
forma venezolanista de “constituirnos y reconstituirnos”. De hecho, 26
constituciones en 203 años nos hablan de que esos “libritos” más bien son
“libretos”, libretos del poder…
Entonces por favor muestren el libreto completo, y de ser
posible, a los productores y los directores (y si al proyecto lo llamaran “la
destituyente”, todo estaría más claro).
Por cierto, el libreto debería incluir un story-board sobre
la secuencia seguramente épica, en donde se describirá cómo el actual poder, se
dejará desalojar por una estrategia cantada de antemano que hasta el más
zopenco podría anticipar, por un proceder exquisitamente institucional que ha
de ser heroicamente recorrido pasando por instituciones supinamente
controladas, férreamente sometidas, profundamente desfiguradas, por ese mismo
poder.
Igual este servidor seguirá pensando –admito que con
incorregible ingenuidad- que así como idealmente las constituciones no deberían
ser los libretos del poder, tampoco las constituciones que reemplazan a esos
libretos deberían ser, las constituciones de los vencedores, en otras palabras,
tampoco deben servir para encubrir el relevo de una oligarquía por otra, y
menos como producto de negociaciones bajo cuerda, como tantas que han venido
sucediendo en este año de descontento, protestas, sangre y “diálogos” públicos y
secretos a más no poder.
La propuesta de una constituyente realmente civil es ideal
para ser planteada e incorporada a un eventual diseño de transición, pero de
transición no sólo para reestablecer república y democracia, sino una
transición de transformación verdadera, sin vuelta atrás, hacia una nueva forma
de Estado que reemplace este petroestado que nos ha regido, casi sin alteración
en su devenir rentista, desde el gomecismo.
Desde luego esto implica, por su esencia revolucionaria, que
la asamblea y la constitución resultantes de tal período, sólo podrían darse
una vez que se haya podido desalojar al actual régimen, y se haya podido
pacificar y estabilizar el país, y devuelto el mismo a una normalidad mínima.
Transición revolucionaria que como proyecto y propuesta,
también se podría procesar en forma “instituyente”, si acuerdos de verdadera
alianza nacional y unidad superior así lo llegasen a estipular. De todos modos
la transición siempre se podrá invocar desde derechos naturales, aquellos que
son tan sagrados que preceden a cualquier constitución. Dicho esto me toca
advertir que todo esto se trata de una fantasía prácticamente irrealizable,
dada la desesperante y trágica miniaturización de nuestra clase política en su
casi totalidad.
Mientras tanto, la promoción y activación a destiempo de una
constituyente, con todo lo que esto podría implicar en términos de imperdonable
distracción, de empantanarse en procesos interminables, plagados de
irregularidades “sobrevenidas”, de “firmazos, reafirmazos y re-reafirmazos”
-con o sin biometría- un torneo de dimes y diretes, de versados y leguleyos, de
“Hernánes Escarrá” de lado y lado, con la escenografía dantesca de un país al
borde del desahucio material y moral, para luego ser blindadamente derrotados,
con viejas y nuevas artimañas, y así recaer en un nuevo ciclo de decepción y
depresión, todo esto, todo este circo de sanguijuelas succionando la poca
sangre que queda, debería verse como una colosal ingenuidad, o como
colaboracionismo malamente encubierto. Como me gustaría creer lo primero…
¿Una REBICHA?
¡NO GRACIAS!
[1] Chávez en una de sus ocurrencias donde con gusto se
abandonaba a lo soez con desparpajo, un día bautizó a la constitución de 1999 -sobre
todo aludiendo a la que venía en formato de bolsillo- como la “bicha”, esta
palabra más allá de su significado convencional, en Venezuela alude a mujeres
de dudosa reputación, no necesariamente a las “profesionales” sino más bien a
las “vocacionales”.
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