(Artículo publicado originalmente el 13 de septiembre de 2014, en ocasión del 73° aniversario de Acción Democrática)
Dos días después de haber sido derrotado en las
presidenciales del 2012, nuestro ex candidato (Henrique Capriles) proclamó que
él representaba “un nuevo liderazgo” y que él (sólo él y no Chávez) había
derrotado a la “vieja política...”
Aparentemente, la declaración de nuestro ex candidato
obedeció, no solo a su patética incultura, sino a un deseo de hacerle entender al
mismísimo Chávez, que él era algo distinto al pasado, un liderazgo “que no se
decretó” sino que “se construyó”, a diferencia desde luego de “la antigua manera de hacer política…”
Aclaremos de una vez que nadie desea un regreso al pasado,
sobre todo porque lo que estamos viviendo es el más brutal retorno al pasado, a
nuestras peores propensiones y atavismos, y que también la caída de la
“república anterior”, aquella que mientan la
cuarta, esa caída también debería quedar relegada al pasado, pero
adquiriendo en el proceso, plena conciencia de lo que pasó, sin falsedades ni
manipulaciones.
Al pasado hay que superarlo pero no por la vía mitológica, esa
a la que el poder siempre propende porque interesadamente, nunca desea que
aprendamos: una vía siniestra que no sólo perpetua la conveniente minusvalía de
la ignorancia, sino que para mayor desgracia, deja la puerta abierta a retornos
siempre nefastos, como el que precisamente estamos padeciendo.
A la historia hay que hacerle su funeral como se debe,
colocando sus despojos en una urna lo más transparente posible, condenando sus
horrores pero también reconociendo todos sus honores, sobre todo para evitar
que la inconclusión, deje fantasmas merodeando en la conciencia colectiva,
espectros que al quedar sueltos, tienden a reencarnar en paladines
carismáticos, ductores esclarecidos, caudillos insustituibles, almas y
corazones de la patria, en una palabra: Azotes.
Se tiende a olvidar que el pasado anterior a esta adversidad
que vivimos, la nunca bien ponderada “cuarta república”, fue gobierno exclusivo
de civiles, y el único periodo histórico estable y prolongado, en donde la
nación estuvo gobernada por ciudadanos de esa condición, de paso, gente en su
gran e inmensa mayoría de extracción popular, que actuó con convicción profunda y demostradamente demócrata, suicidamente demócrata, hasta el punto que los insurrectos de la vía violenta castrocomunista, luego de derrotados, fueron generosamente insertados en el sistema, de hecho, se afirma que muchos de ellos, se convirtieron en ejemplos vivientes de impecable ejecutoria
democrática e institucional, aunque la historia ahora nos demuestre, que en la mayoría de los casos, se trataba de un talante democrático en modo histriónico.
Y a propósito de instituciones, en aquella “cuarta
república” que tanto se desea mostrar como etapa ya superada, había organismos
como por ejemplo, el Consejo Supremo Electoral, el CNE de aquellos “cuarenta
funestos años”, el cual permitió que la oposición se alzara con la presidencia,
en seis de las nueve elecciones que se celebraron (1968, 1973, 1978, 1983, 1993
y 1998)
Fueron civiles que, desde luego, pasaron por su aprendizaje: un proceso que comienza en 1928, prosigue en 1936, culmina en 1945, decae en 1948, y finalmente logra graduarse con honores, en 1958.
Aunque ya desde los años treinta del siglo 20, y gracias al
auge petrolero y algunas conquistas importantes en sanidad, educación e
infraestructura, el país había comenzado a mostrar una notable mejoría en sus
índices sociales y a migrar hacia las aún incipientes ciudades. Y justo desde
ese primer momento, la primera organización política merecedora de ese nombre, que se apropió del
discurso de inclusión social, de movilidad social, la primera que internalizó
el ascenso social como el anhelo más sentido por la mayoría de la población,
fue esa reunión de audaces y audacias que luego se llamaría Acción Democrática.
Trágicamente, un orden de cosas que ha podido producir una
sociedad relativamente sana y hasta de vanguardia en muchos aspectos, degeneró
irremediablemente cuando el rentismo petrolero se exacerbó en los años setenta y se salió de control, y con ello el clientelismo, el paternalismo, el
proteccionismo y la corrupción, que en el desmadre provocado por el aluvión de
petrodólares, produjo la intoxicación que fatalmente cambiaría la calidad del
discurso y de la ejecutoria de los gobernantes, la cual comenzó a transmutarse
desmedidamente en populista: primero con espejismos sustituyendo a proyectos,
para luego y ya avanzada la crisis, contraerse a meras promesas, que a duras
penas superaban el limitado horizonte electoral.
Junto con la oclusión de la permeabilidad social que comenzó
a manifestarse a finales de esa misma década de los setenta, factor clave que
comenzó a erosionar seriamente el entusiasmo colectivo por la democracia y sus
logros, comenzaron a brotar proyectos alternos, esos si de verdadera
antipolítica, sobre todo desde factores de poder asociados a medios de
comunicación, los cuales encontraron en muchos comunicadores sociales notorios
-hoy todos amargamente arrepentidos- sus arietes privilegiados, para la
embestida contra “el estado omnipotente”.
Y entonces a la erosión del desencanto, se fue sumando la
demolición sistemática de la política y la demonización de sus actores, hasta
el punto que, cuarenta años de historia venezolana, inéditos en todo sentido,
pero sobre todo en el sentido del avance político y social y del progreso material, sucumbieron ingloriosamente con muy pocos individuos dispuestos a
defender el legado, y más bien mucho politiquero, y legiones de pusilánimes en
todo sentido, pidiendo perdón por lo ocurrido y ¡hasta saludando con regocijo
la llegada del verdugo vengador!
En aquel momento los partidos, específicamente los partidos
fundadores del sistema democrático, ya habían comenzado su parábola
descendente, olvidando sus orígenes, enquistados en sus feudos y cogollos,
alérgicos a la renovación e inmunes a todo cuestionamiento, en otras palabras y
para rematar con una frase de moda en la época: se habían colocado de espaldas
al país…
Sin embargo, se debe recordar que Acción Democrática en su
momento de mayor vitalidad e identificación con su propuesta programática
originaria, cuando inobjetablemente era el “partido del pueblo”, fue una
organización que como ninguna supo hacer el trabajo político de ubicar líderes
naturales en cada comunidad, para captarlos y transformarlos primero en
luchadores sociales, luego dirigentes, luego candidatos, y en todo caso, en
referentes civiles hasta para sus rivales políticos más enconados.
Eso fue AD y esa virtud, que materializó en cada rincón del país con
las famosas “casas del partido” que prácticamente llegaron a formar parte del
paisaje venezolano, se perdería lastimosamente cuando la degeneración
clientelista, transformaría la que era una institución que en su base social suscitaba
convicciones y fidelidades hasta la muerte, en poco más que una mera maquinaria
de movilización electoral.
Aun así, los 21 años que como partido tiene AD sin postular
un candidato propio para la presidencia, en mi opinión deberían salvar a esta organización
de ser clasificada como plataforma al servicio de algún proyecto personal, o
como organización dedicada a la producción en serie de líderes subitáneos, por
los menos ese aspecto lo considero rescatable, siempre y cuando esta situación
no se prolongue más, y decaiga en parálisis, ya patológica e incluso terminal.
He debido insertar este inciso para establecer ciertos
contrastes, por ejemplo, con el auge de cierta forma de hacer política dominada
por el mercadeo electoral, que solo apunta a confeccionar productos para
proyectos personalistas o específicos de poder, y que en su afán por pulir y
acicalar figurines, termina por desvalorizar todo lo que toca, tal como sucedió
con el movimiento estudiantil, al que reclutaron (diría más bien secuestraron)
para mediatizarlo y hacerle perder toda autenticidad, libertad y brío.
Siempre he dicho que la mejor forma de destruir el porvenir
político de una joven promesa, está en disfrazarlo de candidato sin darle la
oportunidad de forjarse una trayectoria: no hay mejor manera de esterilizarlo y
convertirlo en un muñeco que ya no será líder, sino la comiquita de un líder,
algo así como un video clip viviente…
Ante partidos “modernos” devenidos en agencias de publicidad,
con ideologías estrictamente perfiladas según conveniencia mercadotécnica, con
laboratorios de manipulación en vez de secretarías, y postración supina de sus
cenáculos a los dictámenes de gurúes, encuestólogos y otras plagas, bien
valdría la pena reflexionar sobre cuál es la política que debería ser “derrotada”,
en un país al borde no de uno sino de varios colapsos, que bien podrían
llevarlo a siniestros períodos de inestabilidad, y a la indefinición más
siniestra aún, de encontrarse ante esos derroteros, con una clase política
fallida e incompetente, que sólo terminaría aupando con sus deficiencias, la
abominación de una “terapia pendular”.
Dejando de lado la gesta independentista, y el parado eficaz
que el gomecismo le dio al montonerismo, si nos vamos a nuestra historia
reciente, la única ocasión creíble en la que algún líder hubiese podido
anunciar a los cuatro vientos, eso de “haber derrotado la vieja política”, se
presentó inmejorable en febrero de 1959, cuando en la proclamación de
Rómulo Betancourt como presidente constitucional, este habría podido perfectamente anunciar que,
efectivamente, la vieja política quedaba atrás, después de los aciertos y errores de 30 años de forja, después de pasar por dictaduras, caídas, persecuciones, por la clandestinidad y el
destierro, y después de haber contribuido con sangre y vidas de compañeros, a
la lucha que daría al traste con el último remanente histórico del
providencialismo militar autoritario…
(Bueno, el que parecía ser el último…)
NOTA: Se cumplió un nuevo aniversario de Acción Democrática,
otra vez con mucha pena, y cero gloria, espero que en el futuro esta fecha
pueda ser de nuevo celebrada por todo lo alto, mientras tanto, este artículo
seguirá reciclándose, hasta poder decir:
“el pasado fue ayer…”