En estos días vivimos una explosión de polémica tanto en la opinión pública mercantilizada como en la ciudadana, a raíz de la promulgación del decreto 2.367 en donde La Habana transfiere de un títere a otro el poder para supervisar entre compañías militares, el desmantelamiento de los últimos remanentes de mercado que quedan en la espectral economía venezolana.
Es el paso previo de la guerra económica a una guerra a
secas, en donde el comando pasa a la parte militar para poder ejecutar mejor la
destrucción final del viejo orden, con miras a la implantación de modos de
producción y distribución más compatibles con ese comunismo futuro según modelo
chino/habanero/adaptado, que nos pretenden imponer.
La verdad es que el Estado castrochavista siempre se condujo
ejerciendo la política como guerra, no tanto por hacer honor a la clásica
equivalencia de von Clausewitz, no tanto por seguir aquella fórmula de
“caudillo-ejército-pueblo” propuesta por esa calamidad intelectual que se llamaba
Norberto Ceresole, sino por un hecho más simple y esencial y es que Chávez era
militar, un militar deformado en muchos sentidos, pero era un militar, y en
modo militar ordenó siempre todos sus pensamientos, sus planes, su vida. Pero
hay otra cosa que señalar.
Señores, hemos estado en guerra contra militares y “armados”
desde hace un buen tiempo, y esta que nos afecta actualmente, ha sido guerra
soterrada desde 1958 y abierta desde 1989.
Punto Fijo fue pacto en tiempos de paz, pero pendiente de
esa guerra, y Carlos Andrés Pérez fue una baja de esa guerra, ese “hubiera
preferido otra muerte” es un reflejo vano del que descubre tardíamente, de que
se trata todo.
Y en 1999 con la llegada de Chávez, desde ese primer juramento
en donde a la constitución de 1961 la ponen en un campo de concentración, a la
espera de su ejecución, siempre y desde el mismo principio hemos estado bajo un
régimen militar. Un régimen en guerra contra la nación y en donde el único
cambio digno de tal nombre que ha ocurrido en el plan, ha sido la forzosa sustitución
del caudillo ductor militar por un “locutor oficial” civil, adoptando una feliz
definición de Maduro surgida recientemente.
En fin, la “cuestión militar” ha vuelto a la palestra y una
vez más se roza el problema, mas no se profundiza en él.
VENEZUELA NACIÓN MILITAR
Volvamos atrás para ejecutar unos pocos vuelos rasantes,
tratando de aferrar algo del problema de lo militar en nuestra historia, y
comencemos por lo manido, pero que nunca está demás repetir: lo militar está en
el origen de nuestra nación y en toda su accidentada evolución a lo largo de
sus dos siglos de existencia. Somos una nación que a duras penas puede mostrar
civiles entre sus próceres originarios primero, y entre sus gobernantes
después, hasta el sol de hoy.
En 205 años de “vivencia republicana” hemos tenido
(excluyendo provisionales e interinos) 13 gobernantes civiles de un total de 32
nombres (40 %), pero es en términos temporales donde se aprecia la magnitud
“militarista”, pues la extensión total de períodos de gobierno encabezados por
civiles apenas representa el 26%.
Y lo peor es que habiendo logrado la “modernidad
persistente” durante un período prolongado e ininterrumpido de gobiernos
civiles y democráticos que duró 40 años, de 1959 a 1999, terminamos poniendo de
nuevo a un militar al frente de nuestro destino, en un momento álgido
curiosamente provocado en gran parte por él mismo, y de paso el elegido no es
uno cualquiera: pues cuidadosa y sensatamente coronamos a un teniente coronel
golpista, que conspiró y atentó contra la democracia durante toda su vida
adulta, y que además estaba lejos, pero muy lejos, de tener una hoja de
servicio destacable en algún punto.
Esta sociedad en su conjunto escogió a un sinvergüenza en
todo sentido, para encargarse de su destino. Increíblemente y sin que le
temblara el pulso, lo apostó todo a un “comandante” comprobadamente más que
mediocre, y no para rectificar y gobernar sino para vengar y poner orden, y
este atavismo que avergonzaría incluso a la más bananera de las repúblicas,
sobre todo afloró y germinó profundamente en nuestras élites, si, en nuestras
élites.
Élites cretinas, la mayoría de ellas, que ciegamente
alimentaron una crisis sin darse cuenta de que esa crisis podría llevarse en su
colapso a la democracia, élites “calculadoras” que “pensaron” que el milico
sería un monigote fácilmente manejable, élites cómplices, que ya sabían por
dónde venía Chávez, que ya sabían que ese espécimen plenamente certificado por
Fidel Castro, representaría el triunfo tantas veces soñado de “la izquierda”.
Al candidato militar, todas esas élites salvo mínimas y
honrosas excepciones, le proporcionaron un apoyo jamás visto en candidato
alguno, en elección alguna, realmente algo nunca visto y que proporcional a la
economía es posible que constituya un caso único de porcentaje del producto
interno bruto invertido en una sola campaña electoral, tal fue la intensidad
arrolladora de esa operación en la cual empresas, medios, bancos, academia e
intelectualidad, se zambulleron con un entusiasmo sin precedentes para
asegurarse de llevar a Chávez a la presidencia de la república.
Lo que las élites nunca hicieron, ni siquiera para cabildear
por ellas mismas, lo hicieron en cambio por el candidato militar, el comandante
de sus corazones. Pero la obra contaría con un alcance social transversal que
ya no obedecería a cálculos de tarambanas encumbrados, sino a una mezcla muy bien
dosificada de taras culturales con ignorancia pura y dura, pues la obra de las
élites sería rematada por la clase media, de hecho, el aluvión de votos para
Chávez por parte del pueblo llano, ese debía darse por descontado, no se podía
dudar de eso, no se podía esperar nada distinto, en cambio, fue algo alucinante
observar el disparate, el suicidio absurdo de una clase media que le
proporcionó millón y medio de votos delirantes al “comandante”. Ese fue el
aporte de nuestra muy “educada y preparada” clase media (y no crean que ha dado
síntomas de mucha mejoría en los últimos años).
¿ES VENEZUELA UNA NACIÓN CIVILISTA?
La más grande omisión de esos 40 años continuos de poder
civil, plural y democrático que tuvimos, lapso que ha debido procrear por lo
menos dos generaciones nuevas de venezolanos, fue su esterilidad para crear
ciudadanía y más aún, una ciudadanía particularmente activa, que pudiese llegar
a ser compatible con una vida civil en democracia, aunque sólo se tratase de
una “minoría esclarecida”, de una vanguardia que al menos aportara la energía
permanente y renovadora que se necesitaba para evitar el estancamiento. Eso no
pasó.
Nada de eso ocurrió, y la democracia de los civiles en el
poder al final degeneraría en régimen consensual, oligárquico, partidista, y el
habitante votante que no ciudadano, se quedaría como cliente decepcionado de
una oferta engañosa de reparto y ascenso que no pudo sostenerse en el tiempo, y
sin entender que no era por democrática sino por rentista, que estaba fallando.
Nada que hacer, se exigía un acto sacrificial para contentar
a ciertos dioses y el cordero elegido al final, no fue uno, sino dos, fue la
democracia y su contraparte esencial, la civilidad, las que fueron degolladas
de un solo cuchillazo, porque al elegir a un MILITAR SIN CARRERA, SINVERGÜENZA
y GOLPISTA, no otra cosa se estaba haciendo…
LA INFECCIÓN MILITAR ES POR DEBILIDAD CIVIL
En el pasado, antes de la Venezuela petrolera, lo militar
prevaleció en el tiempo por constante debilidad institucional de Estados que se
sucedían más o menos precarios, al borde de una perenne inestabilidad que podía
incluso ligarse con la caracterial de sus jefes al mando, y así fue durante
todo un largo y dramático siglo hasta que, tan de hecho como paradójicamente,
fueron Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez los que más hicieron para
desmilitarizar al país, al precisamente crear la escuela militar de Venezuela,
lo que implicaba la creación de un único cuerpo institucionalizado para aplicar
el monopolio de la violencia y la consiguiente profesionalización para sus
integrantes. De paso, Gómez usó el rodearse de civiles inobjetablemente
brillantes para el ejercicio del gobierno, gobierno que también fue creador de
una sólida institucionalidad CIVIL que aguantaría la prueba del tiempo.
Sin caer en la apología, estamos ante el primer régimen que
le dio una respuesta/solución, civilizatoria y definitiva, al montonerismo y al
caudillismo. El antimilitarismo gomecista efectivamente, no dejó como herencia una
dinastía ni otros dictadores (o caudillos), y sus sucesores, aunque militares
los dos, precisamente se destacarían por abrirle la puerta a los civiles, a los
políticos y periodistas para que llevaran al país hacia la modernidad, o sea,
abrieron la compuerta que llevaría a la libertad y en algún momento a la
democracia. Desde luego las velocidades de los años treinta y cuarenta son las
que son y de hecho la respuesta al pedido de democracia fue lenta, pero no fue
negada.
Lamentablemente, deplorables procesos que dieron como
resultado el penoso retorno a la fatalidad de la dictadura militar, luego del
intento de revolución democrática de 1945 a 1948, parecía que impedirían que la
sociedad pudiese asimilar la noción de que orden y prosperidad pudiesen ir de
la mano con la libertad, y estar bajo la égida de civiles. Sin embargo ciertos
sectores de esa misma sociedad y de las élites -verdaderas élites que había por
aquel entonces- por no hablar del sector político acallado y perseguido por
Marcos Pérez Jiménez, siguieron estando firmemente convencidos de que el país
si había madurado lo suficiente para la libertad y la democracia, a pesar del
deslumbre que producía la obra impresionante de desarrollo material, vertida
por el dictador de turno.
Tenían razón, su visión era correcta, y el carácter
popularmente democrático y de coprotagonismo civil de los acontecimientos de
enero de 1958 así lo confirmó, esa fue una “revolución democrática”.
Con la democracia civil y plural inaugurada en 1959, el país
al fin pudo darse la oportunidad de unir la libertad con el progreso. La
felicidad en todos los órdenes parecía posible. Pero se dieron dos procesos
cuya evolución y resolución, a la postre resucitarían el fantasma militar como
opción “corregidora” de los destinos del país.
1974: COMIENZA LA INVOLUCIÓN CIVIL
"En el próximo período de gobierno (1974-1979) seré
consecuente con los postulados que han guiado siempre la conducta de Acción
Democrática, llevados al Gobierno por mis ilustres antecesores… nuestro
gobierno mantendrá la plena vigencia de la democracia pluralista. Todas las
organizaciones de ciudadanos participarán en la vida pública…”.
Carlos Andrés Pérez (CAP) sobre la “Democracia con
Energía”, 1973.
En 1974, con el aluvión de petrodólares cuadruplicado en
pocos meses, dio comienzo la “Gran Venezuela” de CAP I. El Estado venezolano
comenzará a sentirse “omnipotente” y capaz de asumir todas las tareas, todos
los planes, toda la dirección. Es así como terminaríamos con un Estado que al
sentirse dueño de la máxima riqueza y del poder que le confería, más que
nacionalizar como supuestamente hizo con la industria del hierro y el petróleo
en la práctica se privatizó, cometiendo un error de aprendiz de brujo que de
todos modos era justificable, a la luz de los paradigmas de desarrollo
económico de la época.
Lo que no puede justificarse ni defenderse, fue su efecto
sobre la sociedad, y en particular, sobre lo que teníamos de sociedad civil.
A partir de 1976, se privatiza el Estado y se estatiza la
sociedad, y esta a su vez también terminará por caer en el mismo tonel de
abundancia embriagante. Al final, todo terminará afectado por esa intoxicación.
Al empresario, el Estado borracho dejará de verlo como el aliado
indispensable del desarrollo para convertirlo en cliente/socio, es así como al
empresariado nacional lo veremos degradado a mero subconjunto clientelar, para
luego convertirse en poder fáctico de posicionamiento colaboracionista u
hostil, según los cambios y reacomodos de apetencias y ambiciones de poder, de
lado y lado.
Y lo mismo pasaría con muchas organizaciones de la sociedad
civil como gremios, sindicatos, federaciones, asociaciones. Ocurrió también
tanto en universidades como en colegios profesionales, incluso hasta en las
juntas vecinales: es la politización extrema de una sociedad, pero no en un
sentido constructivo y colaborativo de participación con ideas y proyectos de
país, sino en el sentido perverso y deformador de extensión del control clientelar
y prebendario. Cuando los partidos finalmente colonicen al Estado y hagan lo
mismo con la magistratura y procedan a su “tribalización”, quedó colocada una
piedra sepulcral que dificultará mucho el surgimiento de cualquier forma de
sociedad civil políticamente válida.
Unos años después un cínico inveterado como Luis Miquilena,
homenajeado por la actual Asamblea Nacional durante la escritura de este
artículo, preguntaría acerca de la sociedad civil “¿con qué se come eso?”
(tenía razón y no fue tan cínico en ese caso…).
Al final de este proceso, no hay organización ni asociación
importante que conserve su pureza civil y la que no es clientela será factor de
poder: triunfará por todo lo alto -y lo bajo- el corporativismo prebendario, y
por lo tanto toda salida evolutiva, toda “perfectibilidad” quedó desactivada. Es
el momento a partir del cual, el trance regresivo hacia el pasado quedará
habilitado, para el que lo sepa invocar.
Por parte de los partidos, su incorporación en el Estado
daría lugar a la partitocracia, al régimen consensual y al abandono de todo
trabajo político permanente en la base social.
Ya no tendremos líderes naturales sino candidatos
empaquetados, el trabajo político será el de la campaña electoral permanente,
los “correajes” serán los de financistas y clientelas, los proyectos de país
serán reemplazados por promesas electorales de confección mercadotécnica, las
bases de los partidos serán “maquinaria”, y el ciudadano, un mero votante.
Cuando todo esto comience a derrumbarse con el primer
triunfo del mal manifestándose por vía del derrocamiento del mismo Carlos
Andrés Pérez en 1993 [1], ya los partidos habían comenzado a disolverse, y no
es desdibujo sino derrumbe, pues la política como tal ya no cumplía su función
pública de “ordenadora de lo político”, o sea de los conflictos y necesidades
de orden en la sociedad, y solo se dedicaba, en función privada, a tratar de
salvar su “propio orden” y su hábitat casi exclusivo dentro del Estado: ya a
estas alturas y ante el país, todo político aparece como un incapaz, un
corrupto, como alguien que “actúa de espaldas al país”, “no da la cara” y “no
se responsabiliza por nada”.
La respuesta a la plegaria, en fugaz aparición la mañana del
4 de febrero de 1992, se mostrará haciendo lo contrario, es verdad que lo hace
porque ha fallado: “los objetivos no fueron logrados” pero lo admite con
serenidad y fluidez y se enmarca con un “por ahora” de presagio puro… la
respuesta a la plegaria es un engendro, y ese engendro es militar…
La reaparición del germen patógeno militar en 1992 nos
agarra sin vacuna, con escasísimos anticuerpos ciudadanos y con una sociedad
civil quebrantada, por su promiscuidad venérea con la politiquería y unas
élites que, o han perdido el rumbo, o siempre lo tuvieron firmemente apuntando
hacia La Habana.
Lo cierto y lo que debería quedar como lección grabada para
siempre, es que nunca podrá levantarse ninguna sociedad civil con una
“población” dependiente del Estado para hacer cualquier cosa, casi cualquier
cosa, como fue la que terminamos criando bajo el rentismo desaforado que
comenzamos a desarrollar, desde mediados de los años setenta.
Y esta sociedad civil perennemente débil, en mengua ininterrumpida
desde hace 40 años, es la que no puede ni podrá impedir por los momentos la
reinfección militar, una y otra vez, y eso es algo que estamos viviendo a cada
rato, cuando por ejemplo, algún general de la deshonra eterna como un Rodríguez
Torres o un Alcalá Cordones, se lanza en aparente invectiva contra el régimen
de Maduro y vemos con grima como cierto sector mentecato de nuestra clase media
y su dirigencia atarantada, se aprestan a celebrarlo con entusiasmo bobalicón.
EL SUPRA PODER FORMAL-FÁCTICO PERO ARMADO
En la situación actual la reinfección nos viene de una fuerza
armada ya distorsionada hasta convertirse en el super poder, y en el principal
consorcio transformador de renta en privilegio, en asociación “ecléctica” pero
dominante sobre el Estado, donde determina, aprueba, manda, pero también goza
de relación clientelar como si se tratase de un poder fáctico (en Venezuela se
dice “que paga y se da el vuelto”) estamos hablando de una corporación
esencialmente mercantil que trocó “altares de la patria” por arcas bancarias,
que defiende al Estado y no a la nación, al poder y no al soberano.
Es así como llegamos a esta fuerza armada en el mínimo
histórico de su moral, que no internaliza su rol civilizador como
monopolizadora de la violencia, como baluarte de la soberanía, y se ha contraído
a superclase política únicamente defensora de su estatus supremo. Esta
decadencia angustiosa es el resultado de una evolución impedida y una
asociación indebida, la cual nos obliga a retrotraer cronológicamente el
relato.
1958: COMIENZA LA GUERRA
La guerra contra la democracia venezolana comienza desde el
primer momento, y vamos a estar claros, el Pacto de Punto Fijo del 31 de
octubre de 1958, no solo fue un pacto de gobernabilidad, fue también un pacto
de defensa de la democracia civil contra amenazas militares directas: amenazas
internas promovidas desde el seno de las mismas fuerzas armadas, y que nunca
cesaron (ni cesarían), y a su vez una amenaza externa que comenzaría al poco,
poquísimo tiempo...
Era necesario defenderse contra amenazas internas inmediatas,
por parte de un sector militar descontento por la repetición de un “nuevo
desorden democrático”, y sobre todo, porque a diferencia de como participaron
en el trienio 1945-1948, tendrían por primera vez en la historia que resignarse
a quedar relegados a solo ser, el sostén obediente, APOLÍTICO y no deliberante
del civilismo gobernante. Esto se manifestaría abiertamente apenas a 6 meses
del 23 de enero con el intento de golpe de estado por parte del ministro de la
defensa de la junta de gobierno, General Jesús María Castro León.
Pero también y al poco tiempo, el gobierno puntofijista de
Rómulo Betancourt debería ocuparse de una amenaza geopolítica externa, que
surgiría prácticamente al año de comenzada la revolución cubana de enero de
1959, y que tendría su expresión nacional materializada en la guerrilla. Se
trata de la irrupción continental del expansionismo castrista y sus cachorros
venezolanos, que en 1960 dividirán al partido Acción Democrática para llevarse
su juventud al MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria) y que en 1961
activarán la lucha armada, desestabilizadora y conspiradora sin tregua contra
la incipiente democracia venezolana.
LA GRAN OCASIÓN PERDIDA
“Hoy no se conoce el nombre de un solo oficial, de un
solo soldado muerto defendiendo la democracia. El sistema democrático de
partidos, reinstalado en 1958, cantó la heroicidad de sus muertos durante la
década militarista de 1948 a 1958, pero impidió que se reconociera la
heroicidad de los policías y los militares caídos en su defensa en la década de
los 60”
Jorge Olavarría, “Aparece el militarismo” [2]
Esa lucha contra la guerrilla castrocomunista y sus agentes
venezolanos, y la categórica derrota militar que las fuerzas armadas le
propinarían en todos los frentes, representó una ocasión histórica única para
graduarlas como ejército forjador, no sólo de libertades, sino de democracia,
un título y reconocimiento más que merecido porque además reposaba sobre el
sacrificio de muchos hombres valientes.
Se trataba de enaltecer al “episodio militar más exitoso
y honroso del siglo XX” [3] para que hubiese podido quedar como “gesta
refundadora”, de una institución unívocamente identificable con el nuevo Estado
democrático venezolano.
(Si le hubiese tocado al castrismo ese papel de vencedor,
jamás habría dejado pasar semejante oportunidad y hubiese creado historia,
leyenda, doctrina, altares, eslóganes, películas y fechas patrias, pueden estar
seguros de esto)
Pero nunca hubo tal homenaje, ni honra, ni gloria, al menos
algo digno de mención, y así la gesta fue confinada casi que a la anécdota
ocasional, para disolverse gradualmente hacia el olvido colectivo, en un relato
relegado y fragmentado que nunca fue incorporado plenamente ni a la memoria, ni
a la historia.
Las razones de esta censura histórica deliberada son
múltiples: muchos invocaron el temor a un “César Militar” que podría
despertarse ante una nueva “cesión de gloria”, por parte de una sociedad
agradecida por haber sido liberada de nuevo.
Pero la razón principal, debe atribuirse sin lugar a dudas,
a la labor pertinaz de cierta intelectualidad, algunos medios y la abrumadora
mayoría de la academia (todos con su alma vendida a la nueva izquierda
“pacificada y democrática”) que se entregó sin pudor a la adulteración de esa
apreciable porción de nuestra historia, hasta deformarla, fragmentarla,
encogerla, fantasmizando al militar, ponderando enjundiosamente al guerrillero,
y algo crucial, haciéndola desaparecer de todo plan de estudio, sea de
enseñanza básica o superior e incluso de la instrucción militar.
(Se dice siempre que "la historia la escriben los vencedores", pero en este caso no fue así, la historia de la guerrilla la escribió la izquierda, esa izquierda que ahora sabemos que solo fue derrotada en su desviación "foquista", y al hablar de izquierda no hablamos de individuos, se debe hablar de su sistema de hegemonía cultural, y este no es el único caso: en toda latinoamérica nos educamos, especialmente a nivel secundario y universitario, con la versión "a vena abierta", de nuestra historia, en donde por cierto, los historiadores izquierdistas son mediocres versiones de sus maestros europeos, especialmente en el caso venezolano)
(Se dice siempre que "la historia la escriben los vencedores", pero en este caso no fue así, la historia de la guerrilla la escribió la izquierda, esa izquierda que ahora sabemos que solo fue derrotada en su desviación "foquista", y al hablar de izquierda no hablamos de individuos, se debe hablar de su sistema de hegemonía cultural, y este no es el único caso: en toda latinoamérica nos educamos, especialmente a nivel secundario y universitario, con la versión "a vena abierta", de nuestra historia, en donde por cierto, los historiadores izquierdistas son mediocres versiones de sus maestros europeos, especialmente en el caso venezolano)
Mientras tanto la conspiración en las fuerzas armadas nunca
se detendría, con grupos para todos los gustos y colores, y también la
penetración por parte del castrismo seguiría impertérrita, hasta empatarse al final
con la conspiración a cielo abierto de los victimarios de la guerrilla y sus
socios corporativos, metiéndole la puñalada trapera a esa “política” y esa
“democracia” que años antes los había pacificado, reconocido y dignificado, aun
a costa de falsificar la historia y mezquinarle toda gloria al único hito que
hubiésemos podido tener, de lo militar en clave civilista/democrática.
Duélale a quien le duela, fue Rómulo Betancourt el único que
siempre estuvo claro frente a la amenaza castrense y la amenaza castrista por
igual, a las que tuvo que enfrentar y correr con las consecuencias, en gobierno
e integridad de su propio partido, con dolorosas pérdidas de vidas humanas y
compañeros que se llevaban consigo vocación y porvenir, e incluso teniendo que
reconocer sin ambages, y en pro de la misma democracia, a aquel Rafael Caldera
precariamente triunfante en las elecciones de 1968, el mismo que luego
traicionaría repetidamente todo el esfuerzo civilizador y democrático al
serpentearse como notable beneficiario de la conspiración contra CAP II, destruir
su propio partido fundador del ciclo virtuoso, volver al poder precisamente con
los guerrilleros, y liberar apresuradamente en los primeros actos al demonio
exterminador, por “presión de la sociedad”. [4]
Al final de la historia, esta fuerza armada (en singular,
como conviene a un partido) convertida en clase política cerrada sólo
representativa de su propio poder, obrando desde el poder y por el poder, ella
misma termina atrapada en un callejón sin salida dentro del cual, solo le
quedará actuar con violencia creciente, sea para avanzar en su obra de oprobio
hacia la nación, sea para retroceder y liberarse de un destino ominoso, que
incluso podría incluir su propia desintegración.
EL MINOTAURO MILITAR
En toda sociedad realmente democrática, el único factor de
poder deberían ser los partidos políticos, como extensión operativa del interés
público.
El Estado, como organización política al servicio del
interés público y obedeciendo a ese solo interés, debe poder actuar con
autoridad y potestad, en otras palabras, ejercer con soberanía, y eso sólo se
logra si puede aplicar un poder indisputable por monopolio de la ley y la
violencia.
Para aplicar sus monopolios, el Estado debe poder contar
entre otros brazos ejecutantes, con unas fuerzas armadas preparadas y eficientes,
especialmente en el caso de un país pletórico de recursos naturales como es el
nuestro, y eso no es ni sustituible ni delegable, salvo pantomimas como la del
protectorado costarricense. Cabe recordar aquí que, la disuasión por la fuerza,
estamos lejos de poderla superar como método sustituyéndola con la mera
aplicación del derecho: es posible que algún día eso se logre, pero ese día aún
está muy lejos.
Las fuerzas armadas deberán seguir existiendo y su vigencia
institucional dependerá exclusivamente, de que sigan existiendo como organizaciones
que sirven a la nación, obedeciendo a un Estado igualmente al servicio de la
nación, esta es la ecuación básica, pero de increíble dificultad, que deberemos
resolver en el futuro. Eventualmente, lo militar puede y debe actuar dentro de
ese ámbito éticamente turbio de la “razón de estado”, pero siempre y cuando la
preservación de ese Estado sea para seguir sirviendo únicamente, al interés
público.
Al minotauro militar no hay que exterminarlo, pues lo
encontraríamos multiplicado a la vuelta mientras esta sociedad no logre superar
sus atavismos premodernos y preciviles. Más bien, hay que demoler el laberinto para
que lo militar pueda sumarse al proceso civilizatorio que la nación tendrá que
emprender en su conjunto, y que nos deberá llevar a que cada quien encuentre el
sitio que le corresponda y del cual nunca debería salir: es así como los
militares solo podrán “regresar a sus cuarteles” cuando el cuartel salga de
todas las mentes, y los políticos, y la política, regresen a la sociedad civil.
[1] Para impedir la confusión en el lector no informado, se
debe apuntar que Carlos Andrés Pérez gobernó durante 2 períodos presidenciales:
de 1974 a 1979 (CAP I) y de 1989 hasta 1993 (CAP II).
[2] “Aparece el militarismo”, Jorge
Olavarría, Diario “El Nacional”, Caracas, 2002.
[3] “Los hijos de aquella omisión”, Jorge Olavarría, Diario
“El Nacional”, Caracas, 2002.