domingo, 14 de junio de 2015

ODIO A LOS INDIFERENTES



Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que “vivir significa tomar partido”. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.

La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.

La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, aquello que altera los programas, que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula.

Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, ocurre porque la masa de los hombres abdica de su voluntad. Deja que se aten los nudos que luego sólo la espada podrá cortar, deja promulgar leyes que sólo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a hombres que sólo un motín podrá derrocar.

La fatalidad que parece dominar la historia, no es otra que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos no vigiladas por control alguno, que tejen la trama de la vida colectiva y la masa lo ignora, porque no se preocupa. Entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla a todo y a todos, entonces parece que la historia no es más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, el que sabía y el que no sabía, el activo como el indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que él no quería, que él no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: ¿si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas? ¿Habría ocurrido lo que pasó?

La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y otras lindezas similares. Eluden asumir cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral, es producto de la curiosidad intelectual, pero no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.

Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos sobre cómo han desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, sobre aquello que han hecho y especialmente sobre aquello que no han hecho. Y siento que puedo ser implacable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lágrimas.

Vivo, soy partisano. Siento en la conciencia viril de los míos, latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican y se desangran en el sacrificio.

Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.

Tomado y traducido de:
“Odio gli indifferenti”
Antonio Gramsci
11 de febrero de 1917

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